01 septiembre 2010

“No hay una segunda oportunidad para una primera impresión”.

“No hay una segunda oportunidad para una primera impresión”.

Somos terribles. Nos solemos fiar únicamente de las apariencias para hacernos una idea sobre un asunto o lo que es peor, sobre una determinada persona a la que acabamos de conocer. ¿Cómo podemos ser tan soberbios para confiar en nuestra perspicacia natural y juzgar y etiquetar a alguien, sin tener ningún dato que nos corrobore que lo que estamos pensando tiene algún viso de realidad?
Dicen algunos: “Es que mis intuiciones no fallan a la hora de conceptuar a una persona. Cuando me presentan a alguien, ya se muchas cosas sobre esa persona e incluso si me llevaré bien o mal con ella”.
¿Qué narices, objetivamente, podemos saber de un primer y fugaz encuentro? ¿Conocemos los sueños de esa persona? ¿Conocemos lo que le motiva, lo que le apena, lo que le hace gozar o sufrir? ¿Conocemos cómo de tristes o alegres fueron sus años vividos? ¿Conocemos cómo ha llegado hasta dónde está y por qué caminos? ¿Conocemos adónde ha viajado y qué ha aprendido? ¿Conocemos en qué emplea su tiempo de ocio, con quién vive, quienes son sus amigos o si tiene muchos o pocos? ¿Conocemos qué opinión tiene sobre los temas que nos interesan? ¿Qué sabemos al respecto de su talento, de su inteligencia, de sus pasiones, de sus gustos…?
No sabemos nada de nada, pero ya le adjudicamos una etiqueta. A veces se rectifica, pero otras veces ni nos tomamos la molestia porque ya hemos llegado a una conclusión y nosotros nunca nos equivocamos.
Hay una anécdota, creo que bien traida, sobre un físico estadounidense que llegó a España con el afán de trabajar en cierta Universidad. El hombre vestía de manera desaliñada y con un ‘peculiar’ manejo del castellano, se presentó delante del rector para solicitar una plaza como profesor.
El rector, desconcertado al verle vestido de aquella manera tan poco usual y que le hacía aparentar ser tan poca cosa, le dijo que justo en ese momento estaban reunidos en claustro los profesores intentando resolver problemas de su materia, procedentes de un libro de reciente publicación y que si él los resolvía, el puesto sería suyo. La oferta tenía trampa porque los profesoes ya llevaban casi tres días dándole vueltas a aquellos modernos problemas sin hallar la solución para ninguno de ellos.
El físico desastrado entró en el claustro y se dirigió a la pizarra para ir resolviendo en cuestión de pocos minutos todos y cada uno de los ejercicios irresolubles para el resto.
-¿Cómo es posible?, le dijeron. Nosotros ya nos habíamos dado por vencidos y habíamos acordado desechar estos problemas como materia de estudio para los alumnos. Mal podríamos enseñarles, si no éramos capaces de dar con ninguna solución. Queda contratado, dijo el rector.
El físico, reprimiendo la risa, acertó a decir.
-Gracias, pero la verdad es que he tenido mucha suerte. Resulta que este libro de problemas lo he escrito yo.
Reflexión final: Si de entrada juzgamos a otra persona y la etiquetamos de una determinada forma, mejor no equivocase. Tal vez esa persona esté llamada a darnos una lección de las que nunca se olvidan.

Autor Ignacio Novo
 

Periodista, ligado al mundo de la comunicación empresarial y corporativa en los últimos años, ha ejercido el periodismo en diferentes ámbitos y fundamentalmente en el medio radio al que ha estado unido durante más de dos decadas. En la actualidad desarrolla su trabajo en una gran empresa del sector del transporte.

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