05 enero 2011

Schopenhauer como Educador - F. Nietzsche

A la pregunta: «¿Para qué vivís?», responderían raudos y orgullosos: «Para llegar a ser un buen ciudadano, o un erudito, o un hombre de Estado». Y, sin embargo, son algo que no puede llegar a ser otra cosa; y por qué son precisamente esto? ¡Ay! ¿Y nada mejor? Quien entiende su vida únicamente como un punto en el desarrollo de una estirpe, de un Estado, de una ciencia, y de este modo enclavada por entero en el curso del devenir, en la historia, no ha comprendido la lección que le imparte la existencia y tendrá que aprenderla de nuevo. Este eterno devenir es un guiñol embustero que logra que el hombre se olvide de sí mismo, es la verdadera distracción que dispersa al individuo a los cuatro vientos, el juego absurdo y sin fin que «el gran niño-tiempo» juega ante y con nosotros.

Eckhard sabe: «El dolor es el animal que más velozmente os conduce a la perfección». Debo pensar que a cada uno de los que se proponen en su ánimo una orientación tal de su vida tendrá que ensanchársele el corazón y nacer en él un ardiente deseo de ser este hombre Schopenhaueriano: esto es, limpio y puro con respecto a sí mismo y a su bien personal y de una admirable serenidad en su conocimiento, pleno de vigoroso fuego devorador y bien alejado de la fría y despreciadora neutralidad del llamado «hombre de ciencia», muy por encima de una contemplación hipocondríaca y pesarosa, siempre dispuesto a sacrificarse entero como la primera víctima de la verdad descubierta, y penetrado en lo más profundo por la conciencia del sufrimiento que necesariamente tendrá que derivarse de su veracidad. Ciertamente, con su coraje destruye su felicidad terrena; tiene que ser enemigo incluso de los seres que ama; de las instituciones en cuyo seno se formó, será hostil; no le será lícito proteger ni a las personas ni a las cosas, aunque comparta el sufrimiento de las heridas que les infiera; será desconocido y durante mucho tiempo se le considerará aliado de poderes que aborrece; según la medida humana de su juicio, tendrá que ser injusto, a pesar de su aspiración a la justicia; aunque podrá infundirse ánimo y consolarse con las palabras que un día pronunció Schopenhauer, su gran educador: «Una vida feliz es imposible; a lo máximo que puede aspirar el hombre es a una vida heroica. Obtiene una vida así quien, de alguna manera y por un motivo cualquiera, lucha con enormes dificultades por aquello que, en cierto modo, beneficia a todos y vence; pero al que luego, o bien se le recompensa pésimamente, o bien no se le recompensa en absoluto. Así pues, al final se queda como el príncipe del Re corvo, de Gozzi, petrificado, aunque con noble pose y magnánimo gesto. Su memoria permanece y se celebra como la de un héroe; su voluntad, mortificada por toda una vida de fatigas y pesares, de malos resultados y de la ingratitud del mundo, se disuelve en el Nirvana».