24 agosto 2009

La improbabilidad de Dios

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La gente hace muchas cosas en nombre de Dios. Los irlandeses se vuelan
los unos a los otros en su nombre. Los árabes se vuelan en su nombre. Los
imames y los ayatolás oprimen a la mujer en su nombre. Los papas y
sacerdotes en celibato trastornan la vida sexual de la gente en su nombre.
Los shohets judíos le rajan la garganta a los animales en su nombre. Los
logros de la religión en la historia (las sangrientas cruzadas, los
inquisidores torturadores, los conquistadores genocidas, los misioneros
destructores de culturas, la resistencia impuesta legalmente a toda verdad
científica hasta el último momento) son aun más impresionantes. ¿Y a qué
ha ayudado todo esto? Creo que está quedando cada vez más claro que la
respuesta es absolutamente a nada. No hay razón para creer en la existencia
de ningún tipo de dios, y buenas razones para creer que no existen y nunca
han existido. Todo ha sido una enorme pérdida de tiempo y de vidas. Sería
un chiste de proporciones cósmicas si no fuera tan trágico.
¿Por qué cree la gente en Dios? Para la mayoría de la gente, la respuesta es
todavía una versión del antiguo Argumento del Diseño. Contemplamos la
belleza y la complejidad del mundo: el aerodinámico batir del ala de una
golondrina, la delicadeza de las flores y de las mariposas que las fertilizan,
la hormigueante vida existente en una gota de agua de estanque a través de
un microscopio, la copa de una secuoya gigante a través de un telescopio.
Nos reflejamos en la complejidad electrónica y la perfección óptica de
nuestros propios ojos, que son los que miran. Si tenemos algo de
imaginación, estas cosas nos llevan a un sentimiento de respeto y
reverencia. Por otra parte, no podemos dejar de impresionarnos por la obvia
semejanza entre los organismos vivientes y los diseños cuidadosamente
planificados de los ingenieros humanos. Este argumento fue expresado en
la famosa analogía del relojero del sacerdote del siglo XVIII William
Paley. Aunque no supieras lo que es un reloj, el carácter obviamente
diseñado de sus ruedas dentadas y muelles, y de cómo se engranan para un
propósito, te forzarían a concluir "que el reloj debe tener un hacedor: que
tiene que haber existido, alguna vez, y en algún lugar, un inventor o
inventores que lo construyeron para el propósito que le encontramos; que
comprendían su construcción, y diseñaron su uso." Si esto es cierto para un
reloj relativamente simple, ¿cuánto más lo será para el ojo, el oído, el riñón,
el codo y el cerebro? Estas estructuras bellas, complejas, intrincadas y con
un propósito obvio tienen que tener su propio diseñador, su propio relojero
(Dios).
Así decía el argumento de Paley, y es un argumento que casi todas las
personas pensativas y susceptibles acaban por descubrir en algún momento
de su infancia. A lo largo de casi toda la historia, debe haber sido una
verdad completamente convincente y autoevidente. Y ahora, como
resultado de una de las revoluciones intelectuales más sorprendentes de la
historia, sabemos que es falso, o al menos superfluo. Sabemos que el orden
y el aparente propósito del mundo viviente ha aparecido mediante un
proceso completemente distinto, un proceso que trabaja sin necesidad de
ningún diseñador y que básicamente es consecuencia de unas leyes físicas
muy simples. Es el proceso de la evolución por selección natural,
descubierto por Charles Darwin e, independientemente, por Alfred Russel
Wallace.
¿Qué tienen en común todos los objetos que parecen haber tenido un
diseñador? La respuesta es su improbabilidad estadística. Si encontramos
una piedra transparente pulida en forma de lente por el mar, no concluímos
que debe haberla diseñado un óptico: las leyes físicas pueden lograr este
resultado sin ayuda; no es tan improbable que simplemente "haya
ocurrido". Pero si encontramos una lente compuesta, corregida
cuidadosamente contra la aberración esférica y cromática, con un filtro para
la luz brillante, y con las palabras "Carl Zeiss" grabadas en la montura,
sabemos que no puede haber aparecido por casualidad. Si coges todos los
átomos de la lente compuesta y los juntas al azar bajo la influencia de las
leyes de la física, es teóricamente posible que, por pura casualidad, los
átomos formen el patrón de una lente compuesta de Zeiss, e incluso que los
átomos de alrededor de la montura queden de manera que aparezca grabado
el nombre de Carl Zeiss. Pero el número de otras posibilidades en las que
podrían quedar los átomos es tan enorme, vasto e inconmensurablemente
grande que podemos despreciar completamente la hipótesis de la
casualidad. La casualidad no cuenta como explicación.
Por cierto, esto no es un argumento circular. Puede parecer circular porque
se podría decir que cualquier disposición de los átomos es muy improbable.
Como se ha dicho con anterioridad, cuando una bola cae sobre una hoja de
césped particular en un campo de golf, sería absurdo exclamar: "De todos
los miles de millones de hojas de césped en los que podría haber caído, la
bola ha caído justamente sobre ésta. ¡Qué asombrosa y milagrosamente
improbable!" Aquí la falacia es, por supuesto, que la bola tenía que caer en
alguna parte. Sólo podemos asombrarnos de la improbabilidad del suceso si
lo especificamos a priori: por ejemplo, si un hombre con los ojos vendados
gira sobre sí mismo en el tee, golpea la bola al azar, y logra un hoyo en
uno. Eso sería realmente asombroso, porque el objetivo de la bola se
especifica de antemano.
De los trillones de formas que hay de juntar los átomos de un telescopio,
sólo una minoría funcionaría realmente de manera útil. Sólo una pequeña
minoría tendría el nombre de Carl Zeiss grabado, o, de hecho, cualquier
palabra de cualquier lenguaje humano. Ocurre lo mismo con las piezas de
un reloj: de todos los miles de millones de formas que hay de juntarlas, sólo
una pequeña minoría dará la hora o hará algo útil. Y, por supuesto, lo
mismo ocurre, a posteriori, con las partes de un cuerpo viviente. De las
trillones de trillones de maneras que hay de juntar las partes de un cuerpo,
sólo una minoría infinitesimal podría vivir, buscar comida, comer y
reproducirse. Cierto, hay muchas formas de estar vivo (al menos diez
millones de formas si contamos el número de especies distintas que hay en
la actualidad) pero, haya las formas que haya de estar vivo, ¡es seguro que
hay muchísimas más formas de estar muerto!
Podemos concluir con seguridad que los seres vivos son demasiado
complicados (demasiado improbables estadísticamente) para que hayan
aparecido por pura casualidad. ¿Cómo, pues, han aparecido? La respuesta
es que la casualidad tiene que ver en esta historia, pero no un acto
individual y monolítico de casualidad. En cambio, se ha dado uno tras otro
en secuencia, una larga sucesión de pequeños pasos casuales, cada uno lo
suficientemente pequeño para que sea un producto creíble de su predecesor.
Estos pequeños pasos de casualidad están causados por las mutaciones
genéticas, cambios al azar (errores de hecho) en el material genético. Estos
cambios producen alteraciones en la estructura del cuerpo. La mayoría de
estos cambios son letales y llevan a la muerte. Una minoría de ellos
resultan ser ligeras mejoras, que llevan a un aumento de la supervivencia y
la reproducción. A través de este proceso de selección natural, esos
cambios azarosos que resultan ser beneficiosos acaban por extenderse en la
especie y se convierte en la norma. La escena queda ahora a la espera de
otro pequeño cambio en el proceso evolutivo. Después de, digamos, un
millar de estos pequeños cambios, cada uno de los cuales proporciona la
base para el siguiente, el resultado final se ha hecho, por proceso de
acumulación, demasiado complejo para que haya aparecido en un acto
individual de casualidad.
Por ejemplo, es teóricamente posible que aparezca, de un simple golpe de
suerte, un ojo de la nada: digamos de la piel desnuda. Es teóricamente
posible en ese sentido que la receta se haya escrito en la forma de un gran
número de mutaciones. Si todas estas mutaciones ocurrieran
simultáneamente, podría aparecer un ojo de la nada. Pero, aunque es
teóricamente posible, es inconcebible en la práctica. La cantidad de suerte
implicada es demasiado grande. La receta "correcta" implica cambios en un
número enorme de genes simultánemente. La receta correcta es una
combinación particular de cambios entre trillones de combinaciones de
cambios igualmente probables. Podemos descartar con seguridad una
coincidencia tan milagrosa. Pero es perfectamente plausible que el ojo
moderno haya aparecido a partir de algo casi igual al ojo moderno pero no
del todo: un ojo un poquito menos elaborado. Con el mismo argumento,
este ojo un poquito menos elaborado apareció a partir de un ojo un poquito
menos elaborado aún, etcétera. Si suponemos un número suficientemente
grande de diferencias suficientemente pequeñas entre cada etapa evolutiva
y su predecesora, podemos derivar un ojo complejo a partir de la piel
desnuda. ¿Cuántas etapas intermedias podemos postular? Eso depende de
con cuánto tiempo podemos tratar. ¿Ha habido suficiente tiempo para que
se desarrollen ojos de la nada mediante pequeños pasos?
Los fósiles nos dicen que la vida se ha desarrollado en la Tierra desde hace
más de 3.000 millones de años. Es casi imposible para un hombre imaginar
una cantidad de tiempo tan inmensa. Natural y afortunadamente, tendemos
a percibir nuestra propia vida como un periodo de tiempo bastante largo,
aunque raramente vivamos un siglo. Hace 2.000 años que vivió Jesucristo,
un periodo de tiempo suficientemente largo para confundir la diferencia
entre historia y mito. ¿Puedes imaginar un millón de veces ese periodo?
Supón que queremos escribir toda la historia en un largo rollo de papel. Si
metiéramos toda la Historia en un metro de rollo, ¿cuánto ocuparía la parte
del rollo destinada a la Prehistoria, desde el principio de la evolución? La
respuesta es que la parte del rollo dedicada a la Prehistoria se extendería
desde Milán a Moscú. Piensa en las implicaciones que esto tiene en la
cantidad de cambio evolutivo que cabría en todo ese tiempo. Todas las
razas domésticas de perro (pekineses, perros de lanas, perros de aguas, San
Bernardos y Chihuahuas) han surgido a partir de lobos en un periodo de
tiempo que se mide en cientos o como mucho miles de años: no más de dos
metros en el trayecto de Milán a Moscú. Piensa en la cantidad de cambio
implicado en el tránsito de un lobo a un pekinés; ahora multiplica esa
cantidad de cambio por un millón. Si lo miras de esa manera, parece más
fácil creer que un ojo puede desarrollarse de la nada poco a poco.
Se hace necesario para satisfacer nuestra existencia que todas las partes
intermedias en la ruta evolutiva, digamos desde la piel desnuda hasta el ojo
moderno, tienen que haberse favorecido por la selección natural; haber sido
una mejora con respecto a su predecesor en la secuencia o al menos haber
sobrevivido. No tiene sentido pensar que teóricamente existe una cadena de
partes intermedias casi imperceptiblemente diferentes, si muchos de esos
individuos intermedios han muerto. A veces se arguye que las partes de un
ojo tienen que estar todas presentes o el ojo no funcionaría en absoluto.
Medio ojo, dice el argumento, no es mejor que ningún ojo. No puedes volar
con medio ala; no puedes oír con medio oído. Por tanto no puede haber
existido una serie de partes intermedias hasta el ojo, ala u oído modernos.
Este tipo de argumento es tan ingenuo que uno sólo puede preguntarse
cuáles son los motivos subconscientes para querer creer en él. Es
obviamente falso que medio ojo sea inútil. Los que padecen de cataratas
cuyos cristalinos han sito extirpados quirúrjicamente no ven bien sin gafas,
pero están mucho mejor que la gente que no puede ver nada. Sin cristalino
no puedes enfocar detalladamente una imagen, pero puedes evitar chocar
con obstáculos y detectar la sombra amenanzante de un depredador.
Con respecto al argumento de que no se puede volar con medio ala, es
refutado por un gran número de animales planeadores, incluyendo a
mamíferos de muchos tipos, lagartos, ranas, serpientes y calamares.
Muchos tipos distintos de animales arbóreos tienen membranas de piel
entre sus articulaciones que son realmente medio alas. Si te caes de un
árbol, cualquier membrana de piel o aplanamiento del cuerpo que aumente
el área de tu superficie puede salvarte la vida. Y, sean como sean de
grandes tus membranas, siempre tiene que haber una altura crítica tal que,
si te caes de un árbol desde esa altura, habrías salvado la vida con sólo un
poquito más de superficie. Entonces, cuando tus descendientes hayan
desarrollado esa superficie extra, podrán salvar sus vidas con sólo un
poquito más de superficie, si se caen de un árbol a una altura ligeramente
superior. Y así, mediante una sucesión imperceptiblemente gradual de
pasos, cientos de generaciones después, aparecen alas completas.
Los ojos y las alas no pueden aparecer de una vez. Eso sería como tener la
casi infinita suerte de dar con la combinación que abre la caja fuerte de un
gran banco. Pero si giras las ruedas de la cerradura al azar, y cada vez que
te acercas un poco al número afortunado la puerta de la caja fuerte hace un
crujido, ¡no tardarías en abrir la puerta! Esencialmente, ése es el secreto de
cómo la evolución por selección natural logra lo que antes parecía
imposible. Las cosas que no pueden derivarse plausiblemente de
predecesores muy diferentes pueden derivarse plausiblemente de
predecesores sólo ligeramente diferentes. Teniendo una serie
suficientemente larga de predecesores ligeramente diferentes, podemos
derivar cualquier cosa a partir de cualquier otra cosa.
La evolución, pues, es teóricamente capaz de hacer el trabajo que, érase
una vez, parecía ser una prerrogativa de Dios. Pero ¿existe alguna prueba
de que la evolución haya existido realmente? La respuesta es sí; las pruebas
son abrumadoras. Se encuentran millones de fósiles exactamente en el sitio
y exactamente a la profundidad que deberíamos esperar si la evolución
fuese cierta. No se ha encontrado ni un solo fósil en un lugar donde la
evolución no sea capaz de explicarlo, aunque esto podría haber pasado
fácilmente. Un fósil de mamífero en rocas tan antiguas que los peces aún
no habían aparecido, por ejemplo, sería suficiente para refutar la teoría de
la evolución.
Los patrones de distribución de los animales y plantas en los continentes e
islas del mundo es exactamente lo que esperaríamos si se hubieran
desarrollado a partir de ancestros comunes mediante un proceso lento y
gradual. Los patrones de semejanza entre los animales y plantas es
exactamente lo que deberíamos esperar si algunos fueran primos entre
ellos, y otros fueran primos más distantes. El hecho de que el código
genético sea el mismo en todas las criaturas vivientes sugiere
abrumadoramente que todas son descendientes de un único ancestro. La
evidencia de evolución es tan convincente que la única manera de salvar la
teoría de la creación es suponer que Dios colocó deliberadamente enormes
cantidades de pruebas para hacer que pareciese que la evolución fuese real.
En otras palabras, los fósiles, la distribución geográfica de los animales,
etcétera, son todos un gigante truco de timador. ¿Alguien quiere adorar a
un Dios capaz de tal fraude? Es seguro mucho más reverente, y más
sensato científicamente , aceptar el significado literal de la evidencia.
Todos los seres vivos son primos unos de otros, descendientes de un
ancestro remoto que vivió hace más de 3.000 millones de años.
El Argumento del Diseño ha sido pues destruido como razón para creer en
Dios. ¿Hay muchos más argumentos? Algunos creen en Dios por lo que
dicen es una revelación interior. Tales revelaciones no son siempre
edificantes pero parecen sin duda reales al individuo implicado. Muchos
habitantes de manicomios tienen la fe interior de que son Napoleón o Dios
mismo. El poder de esas convicciones es indudable para los que las tienen,
pero esto no es razón para que el resto de nosotros les creamos. De hecho,
ya que esas creencias son mutuamente contradictorias, no las creemos en
absoluto.
Hay algo más que debe decirse. La evolución por selección natural explica
muchas cosas, pero no pudo empezar de la nada. No podría haber
empezado hasta que apareciese algún tipo de reproducción y herencia. La
herencia moderna está basada en el código del ADN, que es de por sí
demasiado complicado para que apareciese espontáneamente mediante una
casualidad individual. Esto parece significar que tuvo que haber existido un
sistema hereditario anterior, ahora desaparecido, que era lo suficientemente
simple para que apareciese por casualidad por las leyes de la química, y
que proporcionó el medio en el que pudo dar comienzo una forma primitiva
de selección natural acumulativa. El ADN fue un producto posterior de esta
selección acumulativa. Antes de esta original forma de selección natural,
hubo un periodo en el que los compuestos químicos se formaron a partir de
elementos más simples, siguiendo las conocidas leyes de la física. Antes de
eso, todo fue construido a partir del hidrógeno puro como consecuencia
inmediata del big bang, el suceso que inició el universo.
Existe la tentación de argumentar que, aunque Dios puede no ser necesario
para explicar la evolución de orden complejo una vez que el universo
comenzó con sus leyes fundamentales de la física, sí necesitamos a Dios
para explicar el origen de todas las cosas. Esta idea no le deja mucho
trabajo a Dios: sólo hizo estallar el big bang, se sentó y esperó a que pasara
todo. El físico-químico Peter Atkins, en su libro maravillosamente escrito
La Creación, postula un Dios perezoso que se esforzó por hacer lo menos
posible para iniciarlo todo. Atkins explica cómo todo suceso en la historia
del universo resulta, por simple ley física, de su predecesor. Así reduce el
trabajo que el perezoso creador necesitaría realizar y finalmente concluye
que, de hecho, ¡no habría necesitado hacer nada en absoluto!
La cuestión importante es que aunque el físico necesite postular un mínimo irreductible
que tuvo que estar presente en el inicio, para que el universo pudiera
comenzar, ese mínimo irreductible es ciertamente extremadamente simple.
Por definición, las explicaciones que surgen de premisas simples son más
plausibles y más satisfactorias que las explicaciones que tienen que
postular comienzos complejos y estadísticamente improbables. ¡Y es difícil
conseguir algo más complejo que un Dios Todopoderoso!

Richard Dawkins