02 octubre 2009

La Cruz y Ficción de Jesús

Publicado por Grupo Asobe

 

1. El paso del Jesús histórico al Cristo de la fe es una de las empresas más fascinantes de la historia de la humanidad, y la que ha marcado a fuego a una cultura que se dice «occidental» en buena parte merced a la estela dejada por ese legado. Tamaña pirueta podría formularse así: un predicador galileo, nacido cerca del año 6 anterior a nuestra era, fue transformado míticamente en un dios encarnado que perdonaría los pecados del mundo con su propia muerte y anunciaría el advenimiento del «Reino».
Desde que los ilustrados del siglo XVIII se lanzaron por primera vez a la búsqueda del hombre verdadero sobre el cual se fundó una nueva religión (el cristianismo), las investigaciones no han cesado. En un tema donde la fe juega un papel tan importante no es de extrañar que esa exploración jamás se detenga.
Sin embargo, algo ha salido a la luz. Lo primero, es que así como los evangelios canónicos (los tres sinópticos: Marcos, Mateo y Lucas, más el de Juan) son la fuente principal para conocer la vida de Jesús, éstos no son relatos históricos, sino complejas interpretaciones teológicas de ciertos acontecimientos. Por ende, acudir al Nuevo Testamento para saber si hubo un Cristo sería como consultar con La Ilíada para saber si existió Aquiles.

2. La llamada «búsqueda del Jesús histórico» ha sido dividida en tres olas. La primera (Old Quest), básicamente germana, tuvo lugar del siglo XVIII hasta principios del XX, con nombres de la talla de Samuel Reimarus o Wilhelm Wrede, y fue clausurada por Albert Schweitzer. La conclusión de éste fue la imposibilidad de encontrar al Jesús verdadero, pues aparecía perdido en el tiempo y condenado a la tergiversación particular de cada uno de los historiadores. Sin embargo, Reimarus había descubierto algo más: que fuera quien fuere ese hombre, sirvió de excusa a la naciente Iglesia para montar sobre él una exégesis dogmática. Jesús y sus discípulos entendieron de manera opuesta la predicación del nazareno. Para Jesús, el Reino era inminente; los seguidores, ante el fracaso por la muerte de su líder, se volcaron hacia la resurrección y la parusía (la segunda venida).
Uno de los hallazgos más importantes del siglo XIX correspondió a Ch. H. Weisse y Ch. G. Wilke, y consistió en determinar que el evangelio de Marcos era el más antiguo de todos (aunque aparece segundo en el canon). Datado cerca del año 70, de él habían bebido los otros (incluso algunos de los llamados «apócrifos»), acomodándose al público para el que estaba pensada su difusión, fuera judío o gentil, y recibiendo numerosas adiciones hasta por lo menos el siglo V.
A pesar del desasosiego tras la primera búsqueda, antes de la segunda surgieron estudiosos notables. Entre ellos Rudolf Bultmann, quien -aparte de demostrar cómo los evangelios emergieron de diversas «pequeñas unidades literarias» ya teologizadas- determinó el carácter judaico, no cristiano, de Jesús de Nazaret. Otra vez se evidenciaba la distancia entre lo que pensaba Jesús y lo que la Iglesia hizo de su mensaje, incluyendo lo ficticio de su principal mercancía: la divinidad y la resurrección.
Joachim Jeremias, un investigador de Gotinga (Alemania), protestante, protagonizó una dura e infructuosa exploración. El filósofo español José Antonio Marina, en su libro Por qué soy cristiano, resume así el empeño de Jeremias: «dedicó gran parte de su esforzado trabajo a intentar recuperar las "mismísimas palabras" (ipsissima verba) de Jesús, a descubrir los ecos del arameo originario, sus ritmos, los hallazgos retóricos y poéticos del personaje. No contento con eso, buscó además las palabras de Jesús que no constan en las Escrituras canónicas. Aprovechó todos los recursos imaginables: las adiciones y variantes de los manuscritos de los Evangelios, los apócrifos cristianos, los Padres de la Iglesia hasta el año 500, las liturgias y ordenamientos eclesiásticos, los discursos de himnos gnósticos, el Talmud, incluso una inscripción árabe del siglo XVIII existente en una mezquita del norte de la India. Al final de tan azarosa búsqueda, tuvo que reconocer: "En su conjunto, todo ese material es legendario y lleva la marca evidente de la falsificación"».

3. La New Quest, entre 1950 y 1980, debió asumir los hallazgos de Bultmann, pero intentó despegar a Jesús de su judaísmo. Los historiadores quisieron separar lo que tuviera de novedosa la predicación de Jesús como para no alejarse tanto del cristianismo. Los resultados fueron dispares, pero dieron paso a la Third Quest, que desde 1980 y con sede principal en los Estados Unidos, ha ejercitado las últimas investigaciones, entre ellas las del popular «Jesus Seminar», un grupo heterogéneo de estudiosos que cotejan los datos y deciden democráticamente los rasgos que parezcan más atribuibles al Jesús histórico.
Lo interesante es que a esta altura es posible disponer de más fuentes antiguas: los papiros de Nag Hammadi, la reconstrucción de la fuente Q (de la que abrevan, además de Marcos, Mateo y Lucas) y los manuscritos del Mar Muerto (o de Qumrán) o el «flamante» evangelio de Judas. Las conclusiones han conformado el retrato irregular de un Jesús carismático, a veces un taumaturgo, pero también un predicador cínico, fiel a la ley mosaica y convencido del arribo del Reino de Israel, con todo lo ambigua que pudiera ser esa expresión.

4. La posibilidad de que ni siquiera el referente humano llamado Jesús existiese permanece latente. «No hay tumba, ni sudario, ni archivos; apenas un sepulcro que en el año 325 inventó Santa Elena, la madre de Constantino, muy inspirada pues le debemos igualmente el descubrimiento del Gólgota y del titulus» ironiza Michel Onfray en Tratado de ateología. Fuera de las fuentes cristianas, aparece el abismo. De entre las pocas disponibles de la época, las de los romanos Tácito, Plinio el Joven o Suetonio son dudosas, y la del judío Flavio Josefo (un «soberbio mentiroso», al decir de Harold Bloom) es la única que tendría más valor. Sin embargo, está viciada. En sus Antigüedades judías, datables entre el año 70 y el 90, Josefo menciona a Jesús, mas todo lo referido a su divinidad son claras interpolaciones, agregadas por manos cristianas en un intento descarado por otorgar verosimilitud al mito.
Aun cuando flota la sombra de la ausencia, los esfuerzos que parten de la existencia histórica de un judío llamado Jesús han sido los más serios. A pesar de todo, indagaciones tan exhaustivas como las de las «quests» no han podido dar con la posibilidad cierta de que un hombre fuera la encarnación de un Dios o que se levantara de entre los muertos. El eminente cristólogo francés Michel Quesnel, rector de la Universidad Católica de Lyon, hombre de enorme honestidad, ha dicho: «los evangelios son mezcla de historia y fe» y «sin sus fieles, Jesús es sólo un agitador judío más de los que proliferaron».
La figura de un Cristo («el ungido») aparece ya 500 años antes de la era común, con deidades como Mitra, Krishna, Dionisio, además de Buda (cuyo paso real por la Tierra es también discutido), Osiris y Horus. En muchas de esas figuras ya se menciona a un dios-hombre, el nacimiento un 25 de diciembre, la concepción virginal, la prédica, los milagros, el ritual del vino, la muerte por ejecución y la resurrección. Si se atienden tales similitudes, todo sugiere un trabajo de sincretismo, mediante el cual los seguidores de este predicador judío sumaron esos antecedentes a las profecías davídicas inscriptas en lo que luego se llamaría Antiguo Testamento, y contribuyeron a transformar a un ser de carne y hueso en un Dios. Una afirmación que al propio Jesús (judío) le habría parecido blasfema.

5. El gran impulsor de tal transformación parece ser ni más ni menos que Saulo de Tarso, o San Pablo, el llamado «decimotercer apóstol», quien fuera perseguidor de los nazareos (los primeros seguidores de Jesús) y otras sectas contrarias a la Ley hebrea. Como observa sagazmente Harold Bloom en Jesús y Yahvé. Los nombres divinos, para Pablo «la resurrección» fue «meramente espiritual» si se lee I Corintios 15:44. Pero no caben dudas de que la furiosa prédica emprendida tras su conversión en el camino de Damasco, luego de que Cristo se le «apareciera como a un aborto» (I Cor 15:1-8), fue decisiva. Las cartas de Pablo, escritas entre los años 51 y 62, incluidas en el Nuevo Testamento, no sólo son anteriores a Marcos (éste es cercano a la fecha de la muerte del tarsiota), sino que su influencia fue determinante para darle forma al Jesús-Cristo pospascual.
En un contexto de diáspora -Vespasiano arrasó Jerusalén en el año 70-, Pablo encuentra en el Jesús ejecutado por sedición el esqueleto que servirá para inscribir su propia interpretación de un mensaje escatológico urgente. Por ello pone en marcha la construcción teológica que culminará en Cristo, hijo de Dios (I Tesalonicenses 1:10), resucitado (I Cor 15:3-5), llegado para anunciar el fin de los tiempos y poner «a todos los enemigos bajo sus pies» (I Cor 15:25). Ese Pablo moriría cerca del año 65 no sin tristeza, quizá, a la espera de una redención que no pudo atestiguar, a pesar de la predicada inminencia (I Tes 4:15-17, Marcos 13:30-31).

6. Los evangelios siguen el influjo de Pablo, y el de Marcos abre un surco legendario que abonará la tradición posterior, regándolo con elementos neoplatónicos. El ex embajador de España en el Vaticano Gonzalo Puente Ojea (brillante autoridad en el tema) ha puesto la lupa en el llamado «secreto mesiánico», figura que se hace central en el escrito marquiano y constituye la «palmaria ficción» que «escenifica la revelación hecha por Jesús de que el Mesías -él mismo- debe sufrir y morir conforme a un plan de salvación universal establecido por Dios desde el inicio de los tiempos».
El secreto mesiánico, la advertencia que Jesús habría dado a los horrorizados discípulos sobre su crucifixión, es para el estudioso Hanz Conzelmann «la presuposición fundamental del género Evangelio». Así, en el breve pero imponente librito El mito de Cristo, Puente Ojea propone que «el elemento axial del Evangelio se sitúa en las perícopas que van de Mc 8:27 a 8:31». «De una parte -dice el ensayista- [aparece] la reiteración del anuncio del drama de la pasión, muerte y resurrección (Mc 8:31-33, Mateo 16:21-23, Lucas 9:22-27, para el primer anuncio; Mc 9:31-32, Mt 17:22-23, Lc 9:44-45, para el segundo; y Mc 10:32-33, Mt 20:17-19, Lc 18:31-34, para el tercero). De otra parte, la obstinada incredulidad de los discípulos ante la noticia de que Jesús había resucitado, encabezada por María Magdalena y difundida in crescendo, pero inicialmente rechazada por los discípulos«, que no por nada «le abandonaron y huyeron» (Mt 26:56), «sin duda por entender que la cruel realidad había puesto el punto final a una loca aventura».
A este respecto, «lo primero que salta a la vista -cuestiona el español R.H. Ibarreta en La religión al alcance de todos, 1887- es una sorprendente resistencia por parte de los apóstoles a creer que Jesús pudiese haber resucitado, lo cual demuestra claramente que todos los dichos que en los mismos evangelios se atribuyen a Jesús de que resucitaría a los tres días, son falsos. De lo contrario, ¿cómo podrían negar los apóstoles su resurrección? Y si sus discípulos dudaban que pudiese resucitar, claro está que no tenían a Jesús por Dios, sino por simple mortal; creencia que (...) fue la de los primeros cristianos». Y la de muchos «herejes» perseguidos por la misma Iglesia, habría que agregar.

7. Ahora bien, ¿cuál es la razón para que un grupo sectario se decidiera a predicar tan tozudamente la divinidad de Jesús? José Antonio Marina, a tono con Edward Schillebeeckx, dice en Por qué soy cristiano que los seguidores del galileo, a través de Pablo, «tuvieron una profundísima, perturbadora experiencia», la cual no tiene que ver con que Jesús efectivamente resucitó, sino que asumieron en su mensaje una especie de «salvación definitiva». Quesnel se acerca a esa postura, con matices menos místicos: «Un grupo de fieles creyó que Jesús había resucitado. Usted puede no creer que resucitó, pero lo que sí es historia es que muchos lo creyeron resucitado».
Visto de otro modo, la primera razón para la creencia en un Mesías, consubstancial a «Dios», es la necesidad de ver cumplidas algunas profecías mesiánicas del Antiguo Testamento (por ejemplo Salmo 16:10, Isaías 7:14 y 62:11, Oseas 6:2 o Daniel 7:13-14 y 12:1-3). Así como ciertas prédicas del Jesús neotestamentario aparecen también en el Tanak judío (el «amarás a tu prójimo como a ti mismo» está en Levítico 19:18), a medida que se atraviesa Marcos, Mateo, Lucas y Juan, las citas proféticas aumentan para dar la sensación de que se han cumplido las Escrituras (Mc 15:28; Mt 26:55-56, 27:9 y 31:1-8; Lc 17:26-29 y 20:41-44; Juan 7:40-43, 18:9 y 19:36-37, etc.).
Pero, además, Puente Ojea explica algo que es crucial: «Para acomodar la nueva religión al imperio romano y para no ser vistos como enemigos de Roma, los evangelios sinópticos crearon el Cristo pacífico, el Cristo de la fe. Y se falsea la realidad sosteniendo que él ya había previsto su crucifixión». En realidad, Jesús nunca pensó ese final, tal como se advierte en frases del tipo «aparta de mí este cáliz» (Mt 26:39) o el desgarrador grito «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15:34).
El historiador Donald Harman Akenson, aclamado por H. Bloom como la voz más autorizada para hablar hoy de Jesús, ha dicho: «sin duda hubo un Jeshúa de Nazaret, al que sus creyentes acabaron transformando en Jesús el Cristo». Paralelamente, el sacerdote católico Xavier León-Dufour ha elegido estas palabras: «en tanto que despertar de la muerte y en tanto que exaltación a Dios, la resurrección no es un hecho histórico, aunque sea percibida por el creyente como un hecho real». Por su parte, el mismo Puente Ojea, ha reflexionado que «la resurrección (...) le servía, al parecer, a Pablo, pero no era lo que necesitaban los fieles con los pies en el suelo y ajenos a los arrebatos místicos del tarsiota. Los evangelistas se impusieron la tarea de anclar este hecho milagroso en detalladas referencias testimoniales, pues los creyentes se interesaban, al revés que Pablo, por el Cristo katá sarka, según la carne. Pero fracasaron estrepitosamente en el intento..., sencillamente porque las leyendas de la tumba vacía (...) eran expedientes inoperantes (...), pero después de haber transcurrido 30 o 40 años del supuesto suceso, se pudo comprobar que nadie sabía realmente nada, o casi nada, de aquellas experiencias».
Un número notable de historiadores creyentes (entre ellos, Hans Küng, John D. Crossan J.K. Elliot), además de los irreligiosos, coinciden en rechazar como hecho histórico la crucial hazaña divina de la resurrección. Bajo las evidencias, esto es o bien una «intepretación teológica» o, algo similar y más mundano: «cuestión de fe». Sin embargo, detrás de todo, hay algo que resuena de manera lúgubre. Es la voz de Pablo, quien en I Corintios 15:14 advierte: «Y si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación y vana nuestra fe».