03 octubre 2009

Una excelente razón para sentirnos felices

Publicado por Grupo Asobe



La raza humana es ciega y torpe, obtusa, asidua a los errores, pero también brillante como una estrella que revienta en el hondo silencio de la inmensidad cósmica. Esa doble faz –la lúcida y la opaca– ha hecho esto que somos, un puñado de seis mil millones de cuerpos vivos, muchos de los cuales se preguntan a diario por esa suerte: ¿qué es estar vivos?, ¿por qué estamos aquí?, ¿qué es todo esto que nos rodea y nuestra mirada no alcanza?
Porque somos torpes, hemos cometido actos que podrían acabar con nosotros mismos en un pestañeo: el estallido de unas cuantas bombas nucleares, el calentamiento global producto de nuestro desprecio por lo que nos es esencial para la vida, la superpoblación que podría arrojarnos a una guerra salvaje de hambre. Porque somos inteligentes podemos hablar de esto, porque somos inteligentes hemos buceado en el conocimiento con vigor y euforia, hemos conocido lo que parecía imposible, hemos escrito poemas, hemos hallado cuantiosos tesoros de saber munidos de mapas borrosos que debimos descifrar con paciencia, y también con empeño.
Hoy somos, está dicho, seis mil millones de cuerpos contradictorios, ante los cuales (aunque aún haya misterios por resolver) estos conocimientos están disponibles: cómo evolucionamos como raza, cuán pequeños somos en el universo, qué nos ayuda a mantenernos sanos, qué contribuye a la vida. Y, si quisiéramos, todos estos cuerpos vivos, si tan sólo por un momento todos lo decidiéramos, podríamos vivir sin dioses.
El hombre se ha hecho acompañar por Dios durante buena parte de su historia. Pero a medida que el hombre fue conociendo el mundo evidente, Dios le resultó menos indispensable para explicarlo, aunque no fuera fácil apartarse de su consuelo. Sin embargo hoy, acaso, no es necesario. Resulta una mera idea, una vieja idea, a la que el hombre le ha dado una fortaleza respetable, en el sentido de que le ha resultado difícil librarse de ella. Muchas personas, demasiadas si se tiene en cuenta que somos seis mil millones, creen aún que Dios creó al hombre, y no al revés. Incluso cuando podrían saber que no es así (por ejemplo, si acceden a explicaciones astronómicas, biológicas, genéticas, físicas, cuánticas, hasta filosóficas), creen aún que Dios creó al hombre, y no al revés. Hoy, cuando Dios directamente no es necesario.
La fe, usualmente enemiga declarada de la ciencia y del saber, sostiene a Dios como a un sueño que seguimos confundiendo con la realidad. Claro: los viejos libros escritos en papel fino, la tradición, el temor, la muerte, incluso las mentiras y los intereses, enrarecen el ambiente. Y aunque Dios, ese alto fantasma, no ha podido ser demostrado, muchas personas prefieren seguir creyendo en él acaso por la comodidad que otorga.
¿Cómo es esto todavía posible? Muchos contribuyen a crear todo un conjunto de sistemas falaces encima de los cuales parar a su Dios. Tienen ya poco espacio, pero cualquier cobijo es tierra fértil para este dios parasitario. Hoy, cuando Dios no cabe en la representación del mundo, cuando no rige las mareas y el sol y las vueltas de la Tierra, un dios particular es el único que ha podido subsistir. Ese Dios anida en los huecos que el saber o la elegida ignorancia que muchos hombres exponen para él. Acorralados por argumentos, los teístas (parte de esos seis mil millones) han hallado en lo incognoscible la llave de la última puerta que parece va a contenerlos. Lo inaccesible, el misterio, lo ignoto parecen ser las mantas que cubren a Dios, como sábanas de fantásticos espectros. “Dios es posible porque nadie puede conocerlo” es el argumento más común de los teístas. Cuando se les exige evidencias, cuando se presenta ante ellos un mundo sin dioses capaz de funcionar perfectamente (incluso mejor, porque se ha quitado el lastre de las religiones), en todo lo que el mundo no abarca suelen ubicar a Dios. “Dios es el misterio, si yo pudiera revelarlo, no sería Dios”, anuncian, repitiendo un adagio de un antiguo panegirista.
¿Cuál es la prueba entonces? La ignorancia es la prueba, la más determinante, la irrefutable. En un sistema con dioses, lo que no se puede saber no se puede negar. Ignorar no es restrictivo, al parecer, sino inclusivo: porque Dios no se puede probar, entonces estamos obligados a concluir que existe. Ya lo decía Freud: “Ningún hombre razonable (…) basará sus juicios y opiniones en fundamentos tan pobres. Sólo en cuanto a las cosas más elevadas y sagradas se permitirá semejante conducta”. Si hay un costado ciego y torpe de la humanidad, parte de ese perfil se apoya en la creencia en Dios.
Sí: mañana acaso esta raza se aniquile. Pero antes tal vez haya mirado mucho más allá de los horizontes lejanos y haya saludado a razas semejantes en eso de buscar tesoros en lo evidente. Quizás de ese encuentro haya surgido una lección, distinta a las que la historia ha proporcionado: que las guerras nunca son una opción, que conocer siempre es preferible a ignorar, que dudar es más enriquecedor que creer ciegamente. O sea, que tener fe.
Mañana tal vez no haya dioses y sintamos el mismo antiguo pánico ante la irrefutabilidad de la muerte. Pero aun en ese escenario frío como el mundo cuando el sol se haya extinguido, aun en ese mundo sin dioses, tendremos al menos una satisfacción: la de que, después de milenios de estupidez, de ser una raza igual de torpe que de brillante, hemos decidido ser, sin dioses, un poco más listos. Y ésa es una excelente razón para sentirnos felices.